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Testimonio de Antonio
(extractado del libro La respuesta está en el alma, de Juan José López Martínez, Ediciones Indigo, Barcelona, 2006)
Me llamo Antonio Belmonte Pérez, empresario de origen humilde, de un pueblo de Murcia llamado Zeneta. Cuando salí del servicio militar, sin conocer el negocio del comercio de frutas y hortalizas, me propusieron suministrar a unas cadenas de hoteles en Mojacar (Almería) y yo dije automáticamente que sí ya que a mi padre no le marchaban bien las cosas y yo, como el hijo mayor de cinco, asumí la responsabilidad de ayudar a mi familia con veintidós años. Me levantaba todos los días a las cuatro y media de la mañana para comprar en la lonja Merca- Murcia todos los productos necesarios para su venta en los hoteles a los que me comprometí a suministrar. Me marqué un ritmo alto de trabajo. Yo sabía que sin sacrificio no había beneficio; mis hermanos fueron terminando sus estudios y se fueron incorporando conmigo en el negocio. Mi pensamiento, desde el principio, fue crear una gran empresa de distribución nacional y de exportación a todo el mundo. Fue pasando el tiempo y la empresa prosperando y creciendo sin no menos sacrificio.
Con treinta años, Mari Carmen, mi novia de toda la vida, y yo, decidimos casarnos. Ella siguió trabajando en un banco alemán instalado en la costa de Murcia y yo decidí que el momento de iniciar el gran proyecto había llegado, así que me instalé en Almería en un almacén alquilado donde la empresa siguió creciendo.
Un año más tarde nació mi hija Paula y poco después conseguí hacer mi propio almacén en Vera (Almería), desde donde exportábamos a toda Europa además de Estados Unidos y Rusia. La facturación había cambiado mucho desde que empecé yo sólo con una camioneta. En catorce años se pasó de facturar setenta mil euros el primer año a tener una facturación de más de treinta millones de euros.
Yo vivía en la empresa. Allí me hice construir mi habitación y cuarto de aseo junto a mi despacho. Cuando digo "vivía" es que pasaba toda la semana allí metido sin ir a mi casa en Murcia. Yo era el primero y el último que siempre estaba allí, entre las varias empresas de distribución, exportación o transporte que llegué a dirigir. Contaba con más de doscientos cincuenta empleados y otros más de trescientos indirectos.
Todo funcionaba de maravilla con respecto a los negocios, pero en lo personal mi hija Paula ya había cumplido cuatro años sin yo darme cuenta; apenas la veía. Yo me decía: "Bueno, ya tendremos tiempo". Y así continuó.
Al nacer mi hijo Antonio, empecé a darme cuenta que a mi hija se le pasaba el tiempo de niñez y yo no la estaba disfrutando. Hasta ese momento creo que yo no fui consciente de que tras de mí había una familia nueva, mi propia familia y fue en ese instante cuando me di cuenta del fallo que estaba cometiendo con mi hija Paula y me dije a mí mismo: "Esto no me sucederá con mi hijo".
Yo pedía y le rezaba a Dios todos los días que nunca le pasara nada a mi familia, especialmente a mis hijos y, que antes de que les pasara algo a ellos, que me pasase a mí.
Pensaba que era feliz porque creía tenerlo todo: una gran empresa, una mujer que me quería y a la que quería y unos hijos a los que adoraba. Pero me faltaba pasar más tiempo con ellos, así que decidí dedicarles algo de tiempo y no trabajar miércoles por la tarde ni sábados ni domingos.
Empecé a disfrutar de los sábados con mis hijos y mi mujer; yo no encuentro la palabra para describir aquello, pero más que fantástico, maravilloso; no me creía que dos días seguidos pudiera estar con ellos. Todavía me erizo de alegría recordando aquellos momentos.
Y amanece el que parece ser un sábado cualquiera. No sé por qué, decidí ir a la habitación de mi hijo Antonio a las siete cuarenta y cinco de la mañana, pero una vez allí empecé a contemplarlo y quise quedarme apoyado en el marco de la puerta hasta que despertara, ya que nunca lo había hecho antes. No paraba de mirarlo; pasaron unos veinte minutos hasta que despertó. Lo último que él esperaba, y yo también, es que al despertar yo estuviera allí. Me miró, me sonrió (el siempre sonreía), lo cogí, lo besé y me dio un gran abrazo. Ese gesto para mí fue importante, ya que él nunca estaba quieto, así que me sorprendió cuando, durante unos segundos, permaneció sin moverse, abrazado a mí. Era como una despedida.
Esa misma mañana estuve con un amigo, Antonio "el Rizao" y, sin saber por qué, empezamos a hablar de la cantidad de muertos en la carretera todas las semanas y no nos damos cuenta de ello y dijimos: "Eso es una lotería que hasta que no te toca no sabes lo que es". Y ese sábado que parecía otro día cualquiera, no lo fue.
Comimos en casa de mis padres, mi mujer, mis hijos, mi hermana Yolanda y su marido Aurelio con sus dos hijos, mi hermano Pablo y su esposa Mari Trini y su hijo. Eran las dieciséis y veinte y ya estábamos en la sobremesa. Cada uno hacía una cosa diferente: mi padre salió a dar una vuelta, mi mujer estaba en el patio con mi hermana, yo me disponía a dormir un poco y el resto se quedaron en tertulia en el comedor.
De repente, escuché un frenazo de coche en la carretera seguido de un gran impacto contra algo que yo enseguida relacioné: "¿Eso es una moto?", justo en la puerta de la casa de mis padres y pensé: "Mi padre, seguro que le han atropellado". Lo que no imaginé es que podría ir alguien con él.
No tardé tres segundo en salir a la calle y allí estaba, tirado en la carretera, a diez metros de su casa, la casa donde yo nací, inmóvil, con un gran impacto en la parte izquierda de la cabeza, tirando sangre por la boca, la pierna y el brazo izquierdo totalmente destrozados. Era mi padre; corrí a socorrerlo, intenté hacerle el boca a boca para reanimarlo, pero no respiraba.
Pero el gran impacto que recibí no fue ese, sino ver que cuatro metros más allá estaba mi hijo Antonio con la cabeza reclinada hacia delante en el bordillo de la acera, también inmóvil, sin respirar, pero sí con su sonrisa en la boca.
Estaba muerto, lo cogí con mis manos, le hice el boca a boca, le apretaba en el pecho, intenté reanimarlo, mi mujer gritando todo el tiempo y yo sólo pensaba: "¡Dios mío, esto no! ¡Esto no! ¡Esto no!".
Reaccioné con sangre fría y decisión y le dije a mi hermano Pablo: "Coge el coche, ¡rápido!". No tardamos más de diez minutos en llegar al hospital, mi mujer en los asientos de atrás y yo delante con él en los brazos. Lo desnudé por el camino para que no perdieran tiempo cuando llegáramos.
En esos momentos, hacia el hospital, imagínense a mi hermano Pablo dándole puñetazos al techo del coche, diciendo: "¡Esto no! ¡Esto no! ¡Esto no!", mientras preguntaba: "¿Por dónde voy?". Se le había olvidado el camino. Mi mujer gritando todo el tiempo: "¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Cómo está?". Yo, haciéndole el boca a boca y le decía a ella: "Se pondrá bien, se pondrá bien, sólo está desmayado", pero ni yo me lo creía.
Al llegar tan rápido y no dejar de hacerle el boca a boca, lo conectaron a una máquina y lo mantuvieron con vida tres días. Durante todo ese tiempo sólo unos pocos saben la cantidad de promesas que se pueden hacer. Pides ayuda divina porque la de aquí no puede hacer nada, estás en una nube, en un estado de shock constante y te preguntas: "¿Qué he hecho mal, Dios mío? ¿Y por qué? ¿Por qué? ¿Por qué a mí? ¿Por qué esto? ¿Por qué no he sido yo?".
Intento buscarle un sentido, una explicación, pero no la encuentro por ninguna parte, llego incluso a pensar: "Esto habrá sucedido para castigarme por tomarme los sábados libres". Llegas a pensar todas las situaciones posibles y no encuentras el motivo, pero sigues preguntándote: "¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?".
Llegó el momento terrible, el momento que no esperas que llegue, pero que sabes que es inevitable porque durante varios días ya se han encargado en el hospital de ir preparándote para que no te hagas falsas ilusiones. Cuatro médicas se ponen delante de mi mujer y de mí y nos dicen: "No hay nada que hacer" y aunque hasta ese momento esperas un milagro, no llega.
Nos dicen a los dos: "No se puede hacer nada, pero como se mantiene todavía en la máquina podría salvar la vida a otros niños donando los órganos". Yo contesto sin dejarlas acabar y digo: "¡No! ¡Ni tocarlo!". En esas décimas de segundo todavía estás pensando: "¿Por qué?". Cruzamos la mirada mi mujer y yo y contestamos en otra milésima de segundo: "¡Sí!", dijimos, sí, los dos. Porque entendimos que el milagro existiría para otras familias; éramos nosotros con los órganos de nuestro hijo su milagro, y así fue.
Varios niños están viviendo gracias a mi hijo Antonio (así me lo hicieron saber posteriormente en el hospital). Yo mismo ayudé a amortajarlo en el hospital. Ahora él descansa en paz.
Todo el mundo intenta animarte y te dicen: "La vida sigue, tranquilo, tienes una hija y una mujer que te quieren y las quieres", pero uno se siente muy mal, muy mal.
A partir de ese momento no sabes ni lo que quieres, ni quién eres. Sólo te das cuenta con más fuerza que nunca que la familia es lo más importante.
Deseas morirte constantemente y no te importa, da igual; sólo mi hija me hace pensar que esa no es la decisión acertada.
Hasta ese momento todavía no había ido a ver a mi padre que estaba en la UCI; estuvo en coma dos meses. Salió del coma y no ha quedado bien; está en silla de ruedas, pero es como si no fuera él, no sabe lo que pasó y llego a pensar que está vivo para recordarnos cada día lo sucedido. No le deseo a nadie esta situación.
Abandono, dejo y pierdo todos los negocios sin darme cuenta, pero me da igual y comienzo a hacer cosas nuevas como llevar a mi hija al colegio. Esto que es tan sencillo, rutinario y básico para algunas personas, para mí es algo nuevo y me gusta.
Sin embargo, empieza mi batalla interior: por un lado no quiero que mi hija me vea triste y tengo que fingir normalidad y con mi mujer igual, sabiendo que ella está todavía peor.
Ya no era yo, ya no sentía y quería recuperarme y no sabía cómo, ni de qué manera, ni qué buscaba. Durante seis meses fui a una acupuntora coreana para intentar, a través de las agujas, una reactivación de mi energía, pero seguía igual. Poco después empecé a ir a un osteópata craneosacral que se llama Antonio Martínez y cuando me vio y me tocó el cráneo me dijo: "Tú, ¿a qué te decidas". Yo le respondí: "Si yo te contara...". Le pregunté: "¿Pero me puedo recuperar?" y él me dijo: "Sí y matizó-, por supuesto que una cosa es la recuperación de la capacidad del cerebro y otra es la recuperación de la pérdida de tu hijo y eso sabes que no es posible". Así estuve un año.
Un día estaba en el sillón de mi casa y enfrente estaba un libro que Josefina, una amiga, le había regalado a mi mujer y yo lo leí. Trataba de la reencarnación y de las vidas pasadas y, en una de las sesiones con Antonio, se lo comenté y le dije mi intención de ir a visitar al mejor terapeuta de España sobre esta materia y le pregunté: "¿Tú sabes dónde está?". El me contestó: "No hace falta que te vayas de Murcia, lo tienes en Cartagena y se llama Juan José López Martínez".
Por supuesto que si esta historia de vidas pasadas y reencarnación me la cuentan años atrás, yo ni siquiera le hubiera prestado atención, lo digo de verdad; es más, hubiera pensado: "Este o ésta, está loco de remate". Pero yo seguí con la idea de encontrar el porqué de la muerte de mi hijo.
Me seguí interesando por el tema de la reencarnación y me puse en contacto con Juan José que me dio cita para su consulta.
Yo no sabía a qué me enfrentaba y le dije a mi hermano Fran: "Vente conmigo". El me dice: "¿Dónde?". Yo le respondo: "No te lo puedo decir, cuando lleguemos te lo digo". Esto es así porque yo no estaba convencido de todo estoy si le llego a decir algo a él, pues me habría dicho: "¿Estás bien?"
Conseguí que me acompañara a la consulta y después de hablar con Juan José durante dos horas (que me parecieron dos minutos) me di cuenta de que este era el camino, mi camino, el camino que me llevaría al origen, al inicio, a la verdad, al porqué de mi vida y al porqué de todo.
Yo tenía un testigo que era mi hermano Fran para que nadie pensase que yo estaba loco, pues eso es lo primero que piensa alguien que le cuentas o le hablas de reencarnaciones por primera vez, por mucha amistad que tengas y por muy allegado que sea; alguien que cuando vive una vida normal y sin ningún motivo de preguntarse constantemente el porqué de una situación, lo entiendo, no tiene esa necesidad, pero a mí verdaderamente me ayudó.
Juan José me habló de cómo era la TVP y en qué consistía. Pues bien, a partir de ese momento, mi objetivo fue comunicarme con mi hijo Antonio y que él mismo me sacara de dudas y me lo dejara todo claro (pero esto no sucede cuando uno quiere).
Intenté documentarme y leer todo lo que me pudiera ayudar a comprender y me leí varios libros y artículos. Juan José me prestó también el libro de José Luis Cabouli La vida antes de nacer. Todo esto me ayudó mucho.
En mi primera, segunda y tercera regresión, el objetivo principal era conseguir conectar y comunicar con él, con mi hijo Antonio, pero era tal el grado de emoción y ansiedad que resultaba bastante difícil, aunque sí conseguí experimentar otras vidas pasadas.
La cuarta vez lo conseguí, yo ya estaba más tranquilo y conseguí sentirlo y verlo. Me transmitió el objetivo de su misión y, efectivamente, todo esto sucedió para cambiarlo todo, la comprensión, el amor a los demás y, especialmente, la humildad. Me dijo: "Tranquilo, volverá la felicidad en tu vida, mucha felicidad, todo esto era necesario para toda la familia, no sólo para ti".
Una y otra vez fue transmitiéndome frente a mis preguntas sus respuestas; también era necesario para los niños que tenían que vivir gracias a él. Es increíble, de verdad que lo es, sé que lo volveré a ver, lo sé, no sé cuándo, pero lo sé, así me lo dijo. Ese fue el momento en que lo yo lo dejé realmente en paz, cuando lo vi irse a la luz, al cielo.
Esto no quiere decir que ahora no me acuerde de él, porque como padre me acuerdo de él cada segundo de mi vida, pero es diferente, lo recuerdo sin el agobio de impotencia ante su muerte y ver que no pude hacer nada. Ahora sé que él está bien.
Con la Terapia de Vidas Pasadas en la consulta de Juan José he iniciado mi propia curación. Tengo suerte de haber llegado hasta aquí y creo que el siguiente paso es hacer ver y ayudar a toda mi familia y a todas las personas que lo necesiten.
Juan José me aconsejó que hiciera el seminario de TVP y, una vez realizado, le dije que siento en mi interior la necesidad de ayudar a los demás, pero aún no sé cómo puedo hacerlo.
Es difícil de comprender, yo mismo no me lo creo cuando miro hacia atrás y me río de mí mismo. Sólo con estas pocas hojas escritas, ustedes se darán cuenta del cambio desde el inicio hasta ahora, aunque todo esto lo tengo muy claro y pueda parecer fantástico, pero a mí me ha ayudado. Sé que todavía me falta mucho, pero lo importante ha sido iniciar el camino de la recuperación de mi alma y siento que de nuevo tengo toda mi energía y espero y quiero que sea para algo diferente.
Gracias Juan José por ayudarme y por la oportunidad que me has dado en este libro de contar un poco mi vida. Creo que será el primer paso para ayudar a quien se pueda encontrar en una situación parecida.
Espero de todo corazón que esta Terapia de Vidas Pasadas les pueda ayudar, porque a mí me ayudó y me sigue ayudando.